¿Hasta cuándo seguimos idealizando la
familia como el lugar donde se anida la perfección? ¿Hasta cuándo insistiremos
en “taparle” a la familia todos sus defectos y problemas? Así como se han
desmitificado tantos paradigmas de la cultura, (el estado, el matrimonio, la
madre, la religión, la escuela) es hora de aceptar la realidad sobre la
familia. Hay quienes creen que ella es la piedra angular donde se forman
“buenos” y correctos ciudadanos. Que la sociedad se asienta sobre la familia y
que sólo reivindicándola volveremos (¡) a caminar por el sendero adecuado. Pero
¿de qué familia hablamos, de la real o de la ideal? De la que imaginamos o de
la que asumimos. Con la familia sucede algo muy particular: en ella se
articulan lo bueno y lo malo porque es la responsable de inmensos logros
humanos como también lo es de los peores horrores y extremos del comportamiento.
La familia es un costal de circunstancias, buenas y malas, que se heredan
generación tras generación. Heredamos los errores de nuestros antepasados.
Además hemos “cubierto” el concepto de familia con unas mentiras garrafales que
lo único que han producido es mas rencor y distancia entre sus integrantes. ¿Qué
tal la mentira de que a todos los hijos se los quiere por igual? ¿O qué tal que
todos los hijos o hijas tienen el mismo significado para sus padres? O aquella
falacia de que “papá y mamá quieren lo mejor para sus hijos” cuando, muchas
veces, son sus propios intereses los que se imponen por encima de lo que el
hijo anhela.
Pero el aceptar la realidad no
significa que todo esté perdido. Por el contrario la verdad permite manejar a
conciencia los acontecimientos y evitar “guardados” o cuentas de cobro que
algún día salen a relucir. Cuando no existe claridad sobre los verdaderos
vínculos entre sus miembros, lo que sienten unos y otros es una sorpresa que
algún día se destapa. Y ¡conmueve! El hermanito o hermanita “del alma” se
convierte en un monstruo inesperado. La madre o el padre son irreconocibles. O
los celos y envidias hacen de las suyas con actitudes de odio y venganza que
“ningún proceso de paz” pareciera sanar y reivindicar.
¿Quién no tiene en familia el miembro
que abusa de la responsabilidad o compromiso de los otros? ¿Qué decir de la
obligación de cuidar a padres y madres ancianos, obligación que hijos olímpicos
descargan en los demás? Tan grave como la inasistencia alimentaria para un niño
lo es para un padre o una madre ancianos. No es colaborar: es una obligación
que la ley regula y ampara. Hijos o hijas irresponsables pueden ser demandados
por el delito de abandono de sus propios padres. Si el abandono hacia un niño
conmueve hasta los tuétanos, el abandono a una madre o un padre es de una
crueldad absoluta porque son fruto del cinismo y del desagradecimiento. Y aquí
sí, es la vida la que cobra. Cuando no la paga “el deudor” original alguien de
las generaciones siguientes será el encargado, quiéralo o no, de saldar la cuenta.
Y es cuando viene la pregunta “por qué yo” desconociendo que una posible
respuesta estaría en el árbol genealógico. Así como los abuelos deben responder
ante la falta de padres, los nietos deben responder ante la falta de hijos
frente a los ancianos.
La familia es real, de carne y hueso,
con seres que sienten y no tienen que quererse por el solo hecho de tener el
mismo apellido o la misma sangre. El “derecho” al afecto se gana o se pierde
con actitudes. DE allí la necesidad de desmitificarla para conocer sus
falencias y poder corregirlas.
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